Las ciudades turísticas -especialmente- están atiborradas de vendedores ambulantes.
Los comerciantes locales se quejan a sus autoridades, dicen que los turistas no aguantan tanta oferta informal para comprar o ayudar por caridad.

Los nombramos «pobres», «laburantes», «gitanos», «ladrones», «honestos», «vagos», «adictos», «cargosos», «mentirosos», «extranjeros», «emprendedores» o «voluntariosos», «mendigos», «embusteros», entre tantos y variados adjetivos posibles…
Sobran los calificativos para señalar a ese otro que interrumpe, que increpa y persigue en la calle, en una mesa de restaurant, en la puerta de la Iglesia, en el balneario cheto o popular. Te dejan la estampita en la mano, te leen las manos, te decretan la suerte o la desgracia de acuerdo al billete que soltás.
La verdad es que ésto sucede en casi todos los paises latinoamercanos. Pero que nadie se engañe, en Europa se dá cada vez más. Allá los ambulantes son los inmigrantes, los negros bajados de la balsa, los sobrevivientes del mar. ¡Ojo! También desprecian a los comerciantes extranjeros indios con sus negocios de marcas truchas o a los coreanos, dueños de casi toda la peatonal. Y como si ésto fuera poco, en los paises más desarrollados, además, miran con desdén a los turistas mochileros o viajeros de poco nivel económico, andariegos turistas sin ropa de calidad.
¿Y a nosotros, los sudacas? Nos escanean con desconfianza, por si nos queremos instalar en su lugar.
El mundo no tiene ambulantes. El mundo -en esencia- se está volviendo un planeta ambulante, es lo que se está gestando en la profundidad de la raiz económica y social.
El mundo está incómodo con los ambulantes. Son antiestéticos, maleducados, irrespetuosos, quilomberos, contestatarios, adictos a todas las drogas, desesperados sin garantías ni cuentas bancarias, con zapatos feos, vulgares, repletos de hijos, propios o ajenos que los usan para trabajar…
No hay gobierno ni ordenanza ni orden policial que pueda tapar esta realidad. Lo que no se puede ignorar es que nadie quiere al vendedor ambulante, a ese que vende en la calle, sobre la vereda, al que pide, al que no tiene, porque es el espejo de la precariedad.
El ambulante no es un otro. Podría ser cualquiera de nosotros, tirado en la calle, mendigándole a la vida un futuro con oportunidad.

Ana Claudia Simes
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